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Decretaba el fin de la novela amorosa, piedra de toque del naturalismo en la que habían incursionado, con suertes dispares, desde Dumas hasta Tolstoi, pasando por Balzac, Flaubert y Maupassant. Harto de todo aquel "marivaudage", de tanta pasión doliente entre duques y condesas, entre burguesas y soldados, inauguraba el gesto experimental que habría de cambiar radicalmente el punto de mira de la literatura venidera: el fresco social y la novela de amor iban a ceder su cetro a obras que, por hallarse ésta precisamente en crisis, se abocaron a interrogar la individualidad. Pero algo esencial había quedado en el tintero. Hacia 1920, un adolescente hermoso, visionario y trágico escribía dos grandes novelas de amor.
El "enfant terrible" que narra en primera persona la historia de adulterio y de iniciación amorosa de El diablo en el cuerpo -sobre el fondo más miserable que épico de la primera guerra mundial- se da el lujo de amar y de diseccionar al mismo tiempo el amor como un médico que observa su propio cáncer al microscopio. Extremo opuesto al de Ana Karenina, aquí el enfermo de pasión y el moralista son uno y el mismo, y Radiguet no ofrece para esa paradoja ningún paliativo. Su erótica tiene la fuerza de Shakespeare, pero también la crueldad de Lautréamont, la lucidez destructiva de Rimbaud, el humorismo furioso y compasivo que Céline abordaría en su Viaje, la extraordinaria precisión emocional de Proust. Como Rimbaud, Radiguet dejó la escritura tempranamente, no por el contrabando y la gangrena, sino por una muerte anónima, solitaria y precoz en un hospital público. Como aquél, que fascinó a Verlaine, Radiguet hechizó a Jean Cocteau.
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