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Existen dos verdades universalmente conocidas, primera: el oxígeno es omnipresente y, segunda: el oxígeno es indispensable para la vida, tanto así que, su ausencia e incluso su déficit, puede provocar la muerte. Pero, existe una tercera verdad relativamente desconocida: el oxígeno ha hecho que la vida sea finita.
Si bien, el oxígeno es el principal determinante de la vida aeróbica, en algunas circunstancias este puede generar efectos secundarios que, vistos en el contexto de la oxigenoterapia, son "esperables y a veces inevitables", puesto que, aparecen como consecuencia directa de la exposición al gas propiamente dicho, aunque no están provistos de la complejidad, ni mucho menos, de la letalidad de los efectos adversos, generados por la producción y exposición a especies reactivas de oxígeno que destruyen las células y la vida, y que causan necrosis y en última instancia, la muerte celular. Aparentemente la época del uso inseguro e irracional del oxígeno ha sido superada. Hace tan solo unos años -muy pocos- se creía que inundar los tejidos con oxígeno era una práctica segura, aun conociendo la potencialidad tóxica del gas. Además, el oxígeno se prescribía de forma inadecuada (p. ej., oxígeno a necesidad, oxígeno por ratos) agravada por la formulación por parte de personal de salud que carecía del conocimiento requerido para construir una receta óptima de un elemento que se asimila a un medicamento (de hecho, lo es), y debe ser prescrito como tal, es decir, expresando la fracción inspirada de oxígeno (FiO2) requerida, el sistema de administración, el caudal de flujo necesario para optimizar el sistema y el método de humidificación adecuado a las características del sistema elegido.
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