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Chateaubriand escribió esta obra cuando todavía humeaban las iglesias incendiadas por los revolucionarios. Tanto había cambiado el mundo que este ensayo, consagrado a descubrir las bellezas de la religión cristiana y su beneficioso influjo en la civilización, suponía el anuncio de un nuevo paradigma, una revolución de signo contrario a la que décadas atrás anunciaran los escritos de Voltaire: ante la Ilustración, se alzaba el espíritu del Romanticismo. "Quiero ser Chateaubriand o nada", anotaría en su cuaderno un joven Victor Hugo, reconociendo a este escritor la primacía en el nuevo estilo que iba a adueñarse de la escena. Por encima de la razón humana, piedra de toque de la prosa, el buen gusto y la armonía neoclásica, se imponía la razón divina, la poesía desbordante, sublime y sagrada romántica.
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