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Muchos soldados de Cabeza de Hierro se habían distinguido por su arrojo. Era terrorífico verlos avanzar, como una plaga de langosta, rugiendo y pateando el suelo, como un enjambre de avispas asesinas. Sus perpuntes o armaduras de hierro les daban apariencia de escarabajos, sus fantásticos y terroríficos cascos empavorecían a los enemigos. Atacaban pausadamente con un frente de cincuenta o cien soldados. Como si fueran las olas del mar, avanzaban, avanzaban sin tregua. Si se detenían un instante era para atacar de nuevo con más fuerza.
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